miércoles, 11 de abril de 2012

La imposición violenta de un rol social

“Una investigación realizada en la Universidad de Granada señala que, cuando los hombres sexistas sienten que su poder dentro de la pareja está amenazado, a veces pueden utilizar la violencia como herramienta para restaurar el poder perdido. Las mujeres que creen que sus parejas reaccionarán agresivamente contra ellas si no se mantienen en los roles tradicionales eligen sacrificar la igualdad por la seguridad”.


La información que nos transmite esta noticia no debería sorprendernos en absoluto. Por desgracia, estamos acostumbrados a que todo tipo de medios de comunicación nos bombardeen con noticias en las que la violencia contra la mujer hace de protagonista. Al año, en nuestro país se producen cientos de casos como estos, pero a través de los medios solo podemos conocer los casos más graves, en los que las víctimas son asesinadas o brutalmente agredidas. Sería como ver tan solo la punta de un iceberg.

Para que se llegue a perpetrar el maltrato físico, por lo general, previamente se han producido una serie de maltratos psicológicos (destinados a controlar, restringir y aislar a la víctima, además de mermar su confianza en sí misma) y emocionales (destinados a generar intencionadamente ansiedad, temor o miedo a la víctima por medio de amenazas o actos violentos hacia ella o su entorno). Estos actos no son tan evidentes en apariencia. Las víctimas han sido desmoralizadas y alienadas a tal nivel, que no se atreven a denunciar (incluso tras las agresiones físicas). Por lo general, hasta que no se producen dichas agresiones, no se aprecia a vislumbrar el continuo maltrato que venían sufriendo anteriormente.

Este tipo de actos nacen ante la necesidad del agresor de dominar a la víctima, en un intento de subyugar a la mujer a su posición histórica dentro del modelo de familia patriarcal, recuperando así el poder sobre ella.

Desde siempre, la sociedad y la religión han justificado y apoyado dicho modelo en el que la mujer quedaba relegada a una función reproductora y de labores domésticas, excluyéndola de todos los ámbitos sociales y culturales. E incluso, a pesar de comenzar su emancipación a partir del siglo XIX, se ha tratado de mantener las desigualdades tradicionales. Hoy día, en países en los que la igualdad de género está, por norma, socialmente aceptada, resulta muy difícil tratar de erradicar dichos comportamientos de violencia contra la mujer.

Esta deplorable tradición que menoscaba la imagen de la mujer, perpetuando los estereotipos machistas; es la causante de que aún existan individuos con una mentalidad retrógrada, que inseguros de su poder y responsabilidades ante los cambios de los roles sociales en la pareja; caen en los comportamientos ya citados, incapaces de aceptar la recientemente adquirida independencia de la mujer.

Sin embargo, debemos incidir de nuevo en la vulnerabilidad de las víctimas y en la necesidad de proporcionarles todo el apoyo y la ayuda necesarias, pues tristemente, sufren una doble agresión: una por parte de su agresor y otra por parte de su familia y comunidad, que estigmatiza a la víctima, pues la culpabiliza de actitudes imprudentes o de haber inducido al agresor a perpetrar los hechos.



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